Un trazo es un acto autoafirmativo: estoy aquí. El gesto tiene más que ver con el emisor que con el receptor: el trazo existe porque existe una mano que lo trace, los ojos que lo miren vendrán después. Más aún: un trazo puede llegar a ser una extensión de uno mismo, el punto de encuentro entre la experiencia y la expresión, el testimonio que conjuga la realidad y el deseo. De ahí emana el poder transformador del arte, de su capacidad de reconocer el mundo interior y llevarlo al exterior, no solo en el plano estético, sino también dentro de su contexto histórico y social. El trazo es una extensión —un testimonio— de nuestros movimientos y trayectorias.
Al mismo tiempo, el trazo puede convertirse en un invaluable compañero de viajes. El autoconocimiento es un camino que, en ocasiones, puede ser confuso y pedregoso. Llevar registro de nuestros procesos nos ayuda no solo a conservarlos para futuras referencias, sino también para permitirnos ser nuestros propios testigos. Estas obras que surgen de forma espontánea en los márgenes de los cuadernos y en las esquinas de las servilletas (en realidad, sobre cualquier superficie que se preste a ello), son más que un espejo pues; a pesar de no provenir específicamente de la búsqueda de trascendencia, tienen el don de la permanencia. Las personas cambian, pero sus dibujos y escritos sirven para cristalizar en el tiempo un fragmento de lo que alguna vez fueron.
Así, el trazo tiene una potencia simbólica inmensa, ya que puede dejar registro de un suceso, un momento y un lugar, pero, sobre todo, sirve para reconocer la complejidad y relevancia de la identidad de una persona en determinadas circunstancias. Sencillamente, hay trazos que sirven para decir aquí estoy, ahora, así; e importa. Hay momentos en los que esa afirmación puede hacer toda la diferencia.
Óscar Murillo y su vínculo afectivo con el arte
Óscar Murillo nació en el Valle del Cauca, Colombia, en 1986. A los 11 años, emigró con sus padres al sur de Londres. En medio de este cambio geográfico y cultural —cuya asimilación resultaba todavía más difícil al hablar poco inglés y no conocer a nadie en su nueva ciudad—, Murillo se refugió en el dibujo y descubrió el poder del arte como espejo, como voz, como mapa, pero sobre todo como lugar seguro para explorar su identidad. Estos primeros trazos tendieron ante él el camino que habría de seguir en las siguientes décadas.
Sin embargo, la ruta estuvo siempre fuertemente influenciada por sus raíces y su contexto, pues a la par que avanzaba en sus estudios de licenciatura en Bellas Artes en la Universidad de Westminster e incluso la maestría en el Royal College of Art, trabajó por las madrugadas como personal de limpieza, como su padre lo hizo al llegar a Inglaterra. Así pues, sus obras abordan temas como la migración, la comunidad y las dinámicas sociales y económicas globales.
Por otro lado, su interés por las cualidades afectivas de los materiales lo llevaron a experimentar con distintos formatos, dimensiones y espacios, procurando situar su obra en entornos vivos (como escuelas o iglesias) para cuestionar las barreras entre la clase trabajadora y el mundo del arte al recrear fábricas y fiestas populares dentro de museos y galerías. Para él, la mayor virtud del arte es su capacidad de reunir y conectar a la gente, de ser un vehículo para establecer y fortalecer vínculos que toquen pero no se limiten al plano conceptual, sino que se desborden al terreno de la práctica.
En general, Óscar Murillo es escéptico respecto a las limitaciones artificiales. Para él, el arte es casi un ser vivo, materia orgánica que debe responder a sus propias necesidades y procesos y a los de su público, y no solamente a las convenciones del mercado artístico. Sobre esto, comenta: “rechazo el marco. Que cada obra delimite su propio espacio, que parezca nacida del azar o quede a la espera de ser reinterpretada a medida que pasa el tiempo”.
En 2019, Óscar Murillo fue nominado al Premio Turner, uno de los galardones más prestigiosos del mundo del arte. A pesar de no conocerse previaFmente, los cuatro artistas nominados pronto se dieron cuenta de que sus obras se atravesaban por intereses y problemáticas similares, de modo que decidieron unirse y recibir el premio como un colectivo, como forma de hacer hincapié en su mensaje de comunidad y solidaridad. Desde entonces, la atención del mercado y la crítica del arte se ha colocado sobre Murillo, cuya obra se ha revalorizado tanto académica como económicamente. El artista reconoce este fenómeno y describe su trabajo como un “detonador social” que ayuda a insertar su crítica en los mismos espacios que cuestiona.
Frecuencias: resonancias entre jóvenes
En 2013, Óscar Murillo visitó La Paila, su ciudad natal en el Valle del Cauca, donde por primera vez pidió permiso para cubrir los escritorios de la escuela con lienzos en blanco. Unos meses después, los alumnos no solo se habían habituado a la presencia de la tela sobre el pupitre, sino que cumplieron con el cometido del artista: se sintieron con la confianza de escribir, dibujar y garabatear sobre ella. Así comenzó el proyecto Frecuencias, una iniciativa que, a lo largo de casi 10 años, ha hecho mancuerna con diversas instituciones educativas y autoridades locales para llevar e instalar lienzos en blanco a las escuelas por todo el mundo.
Clara Dublanc, codirectora del Instituto Frecuencias, aclaró que esta obra colaborativa debe alejarse de las miradas paternalistas y condescendientes, pues estos dibujos son el testimonio de la complejidad de las vivencias de los jóvenes alrededor del mundo. El propio Murillo ha explicado que “la idea es dejar que estos niños exploren en la realidad íntima del pupitre de la escuela, que hagan marcas de sus propios deseos”, y añade que ve los lienzos como “dispositivos de grabación” que registran los pensamientos de los estudiantes. Una vez que se recogen los lienzos, se envían de regreso al estudio donde el artista enfatiza en el poder unificador del proyecto al coser, en ocasiones, telas unas con otras, entrelazando así las perspectivas de chicos de latitudes y contextos totalmente diferentes.
El archivo, conformado a partir de los miles de lienzos intervenidos por más de 100 mil estudiantes de entre 10 y 16 años, sigue creciendo y se ha exhibido en espacios emblemáticos del circuito artístico, como la Bienal de Venecia (Italia), la Trienal de Aichi (Japón), la Trienal de Hangzhou de Fiber Art (China), por nombrar solo algunos. Para Murillo, el siguiente paso debe enfocarse en la digitalización de estas piezas, para hacer una base de datos que sea accesible para todos, para inspirar a más jóvenes a explorar su creatividad y expresividad, y darse cuenta de los vínculos que comparten con sus coetáneos a lo largo y ancho del planeta.
En 2022, el Frequencies Institute —con el apoyo de Fundación TAE, galería kurimanzutto y aliados regionales como Baktún Pueblo Maya, Fundación Haciendas del Mundo Maya y la Coordinación de Telebachilleratos de Yucatán— colaboró con escuelas en las comunidades de Tekantó, Izamal, Muxupip, Xcanchakán, Sisal, Benito Juárez, Tepakán, Valladolid, Tahmek, Tekal de Venegas, Timucuy, Ekmul, Mayapán, Hunukú, Yaxkukul, Libre Unión, Texán de Palomeque, Subincancab, Tekom, Yokdzonot Presentado, Xocempich, Euán, Tiholop, Ekmul y Hunuku, así como en Cancabchén y Conhuás (Campeche). Se alcanzaron a casi 2,000 alumnos en total y poco más de 80 maestros. De esta forma, también las perspectivas de la juventud maya de la península yucateca se integraron a este archivo colectivo y pluricultural que nos invita a reconsiderar cómo miramos, creamos y compartimos el arte.